Visitar los aeroclubes del interior es una actividad de fin de semana muy recomendable. Si el clima acompaña, el paseo será oportuno para ver aviones de todo tipo, paracaidistas y aeromodelos en acción, y si tiene suerte, hasta encontrar un asiento libre en algún Piper o Cessna. También compartir unos mates, eventualmente un chorizo al pan, y llenar las alforjas con los relatos aeronáuticos, condimentados a gusto de quien los narra, que integran el repertorio de las circunstancias más increíbles ocurridas en nuestra aviación a las que se pueda tener acceso. La del avión sin puertas es una de ellas.
Refieren los memoriosos que los remates de ganado, que hoy se hacen a través de la pantalla virtual, eran hace años, auténticas fiestas del Uruguay profundo. El mal estado de los caminos fue el argumento para sancionar una ley que propició, a mediados de la década del 50, la importación masiva de aviones livianos, destinados a unir los establecimientos ganaderos del interior con la capital de la República. Floreció entonces una industria aeronáutica colorida que sembró infinidad de pistas de pasto e improvisados hangares, a lo largo y ancho del país. Llegaron por decenas los Piper Tripacer, los Beechcraft Bonanza, y los Cessnas 172 y 182 de colita parada, interminables caballos de trabajo que hasta el día de hoy siguen volando.
Para facilitar la llegada de los aviones los días de remates de ganado, se despejaba un área cercana al local de feria que tanto se empleaba como campo de aterrizaje o pista de carreras de caballos. El evento era en sí mismo una fiesta. A la exhibición de los animales gordos, relucientes, preparados para la venta, le acompañaban las guitarreadas y el asado con cuero, todo regado con una variedad de licores que desde la cerveza hasta el whisky escocés, se adaptaban a las posibilidades de cada bolsillo. Era un hecho que nadie se iba muy fresco de un remate de ganado, ni siquiera los pilotos.
El querido “Gordo” Grasso, que era quien contaba esta historia, falleció hace algún tiempo, por lo que intentaré reconstruir los hechos tal como él los recordaba. El relato original no dejaba en claro si el Taylorcraft modelo 1942 ya había llegado al local de feria sin puertas o si se las retiraron en el lugar, en una operación muy sencilla que consiste en tirar hacia arriba el alambre pasante que sirve como bisagra, quedando el avión mucho más apto para registrar imágenes aéreas.
Debió haber sido sobre el final del remate cuando los dos pilotos de la pequeña aeronave, con su modesto motor de 65 HP, borrachos como una cuba, resolvieron irse a volar para tomar desde el aire, las fotos del local de feria donde había cerca de diez aeronaves estacionadas. Con un enérgico impulso sobre la hélice el motorcito arrancó de primera y quedó en ralentí, produciendo su sonido característico de máquina de coser. Los dos amigos abordaron la nave tambaleándose y nunca se acordaron de ponerse los cinturones de seguridad. Un corto carreteo, demasiado ágil, los llevó hasta la improvisada cabecera de la pista en uso, desde donde despegaron sin hacer ningún chequeo de motor. Treparon unos escasos 500 pies y empezaron a dar vueltas sobre el local de feria para tomar las fotos. Luego, completamente desinhibidos por el alcohol, se dedicaron a hacer pasajes cada vez más bajos sobre la multitud que los contemplaba temerosa.
Hacia el norte del campo había una loma de unos 250 metros de altura con un bosque de eucaliptus en la cima. Con todo el público observándolos en el bajo, comenzaron una alocada exhibición aérea picando desde los 500 pies para pasar rasante sobre la tribuna donde se realizaba el remate con rumbo sur, ante el pánico generalizado de hombres y haciendas que se atropellaban en desbandada. Seguidamente un viraje de 90/270°, para enfilar ahora sobre los espectadores a mínima altura con rumbo norte.
Pero la temperatura a esa hora de la tarde era elevada y el motorcito de 65 HP no daba para mucho más, por lo que este último pasaje resultó muy bajo y muy lento. Sin el menor atisbo de preocupación arremetieron hacia la cima de la colina coronada por el bosque de eucaliptus. Empezaron a subir literalmente la cuesta, cada vez más bajos y más lentos. Los árboles se empezaban a ver asombrosamente grandes y cerca, cuando entre los vapores del scotch, el temerario piloto al mando cayó en cuentas de lo dramática que se estaba volviendo la situación. El pequeño motorcito exigido a pleno roncaba en un esfuerzo vano por mantener la nariz arriba y ganar algo de altura, mientras el velocímetro hacía rato que marcaba menos de 40 millas por hora, avisando de una entrada en pérdida inminente.
Al piloto al mando le atacó la desesperación y ensayó una increíble maniobra de última chance cuando ya el impacto con los árboles era cuestión de segundos. Al grito de: “tomá, sálvate vos”, empujó al fotógrafo fuera de la aeronave, buscando con ello que el pequeño avión se aligerara lo suficiente como para salvar el monte. Pero no fue así.
Refería el “Gordo” Grasso que el “salvado” cayó en el follaje como una pera podrida, pero se descolgó de los altos eucaliptus todo maltrecho aunque todavía caminando, mientras que al “salvador”, fracturado hasta el alma, tuvieron que sacarlo de adentro de los restos destrozados del Taylorcraft que sólo por fortuna no se prendió fuego.
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En memoria de mi buen amigo Alférez Aviador de Reserva Rolando Grasso Alfaro.